martes, junio 14, 2005

M. descubre su gusto por las guías de turismo

Esto no es exactamente una guía de viajes. Más bien, como en el legendario "El pollo no se come con la mano" de Pitigrilli, de lo que se trata aquí es de reír un poco a costa de los demás, es decir, del mejor modo posible. No es esto una incitación a la burla tampoco. Todo se explica porque un día L. y M. decidieron visitar la Basílica del Voto Nacional en plan “turistas de provincia”, es decir, dispuestos a encomiar sin reproches los monumentos capitalinos. Lo que pasó fue que estando al pie del majestuoso templo se arrepintieron de trepar la torre y preguntaron al guía por un paseo equivalente pero que demandara menor esfuerzo. El guía, algo desilusionado y totalmente resignado a no recibir propina, tomó su llavero y los condujo por primera vez hasta el panteón. Fue para peor. M. se hundió en la melancolía y L. en la sorpresa. A partir de ese día, cada dos o tres domingos M. regresaba a la basílica para encontrar al guía. A veces le pedía la llave, entraba solo y se quedaba muchas horas adentro. Es por esto que L. recibió con sorpresa el texto sobre el panteón, sus divagaciones crueles y graciosas.

M. da un paseo por el panteón de Jefes de Estado

Santuario cívico-religioso y homenaje sui géneris de la orden de los Oblatos a la gloria de la patria ecuatoriana, el Panteón Nacional de Jefes de Estado es uno de los más curiosos atractivos turísticos de Quito. El panteón está situado en la explanada occidental de la basílica, al final de una amplia escalinata de piedra que desciende hasta un portón de acero que pasa cerrado la mayor parte del tiempo. Los guías están acostumbrados a ofrecer la visita del panteón a los turistas que vuelven del campanario, a manera de colofón o yapa. Claro, nadie acepta la invitación. ¿Quién quiere ver un panteón de jefes de Estado después de tremendo sacrificio? Quizás por esto el guía que me recibe se lleva una sorpresa cuando le anuncio que visitaré el panteón y no la torre. El guía, como yo, sabe que la vista desde el campanario será muy pronto desplazada en amplitud, altura y comodidad por el teleférico de Cruz Loma. De manera que no insiste, busca un nutrido llavero y me conduce por primera vez al panteón. Arrastra los pasos con el mismo desaliento con que yo regresaré a casa después de un rato.

El así llamado Panteón Nacional de Jefes de Estado es una cripta lúgubre y helada de cuarenta metros de fondo por dieciocho de ancho donde se han dispuesto con rigurosa simetría dos hileras de veinticinco sarcófagos de cemento –cincuenta en total- que han sido recubiertos con una resina de aspecto marmóreo cuya consistencia endeble y quebradiza delata la dudosa solemnidad del recinto. Detrás de los sarcófagos, arrimadas a los muros laterales y colocadas sobre pedestales recubiertos de la misma resina, están las ciento cuarenta urnas funerarias que completan la capacidad de la cripta y que están destinadas a contener –según me explicó el guía– las cenizas de los presidentes ecuatorianos una vez que comiencen a escasear los sarcófagos. Es un incómodo recogimiento el que provoca la visión de esta cripta en los visitantes, pero el recogimiento se anula casi por completo cuando el guía me cuenta que todos los cofres, salvo cuatro, están vacíos. Si a esto añadimos la luz blanca y fluorescente del lugar, la noticia del guía nos revela que lo que estamos visitando parece más una funeraria que un panteón, lo que de inmediato aligera mis meditaciones.

Lo primero que se me viene a la mente es considerar la gran capacidad del sótano. Hay sitio allí para ciento noventa cadáveres presidenciales, una cifra nada despreciable que duplica el número de Jefes de Estado que ha tenido la república desde 1830, incluso contando a los dictadores. Si consideramos que desde su apertura solo ha recibido a cuatro, resulta que incluso yendo al ritmo que vamos, de un jefe de Estado cada dos o tres años, harán falta cinco siglos y medio para colmar las 186 plazas vacantes. Todo se puede decir de quien concibió este monumento menos que no tuviera una confianza absoluta en el porvenir del Ecuador y en la gloria eterna de la dinastía de sus presidentes. Después de todo, si contamos todos los emperadores romanos –por citar un caso perdurable– desde Octavio en el 27 AC hasta Rómulo en el 475 DC, no llegamos a noventa difuntos. No se diga los casi doscientos cupos mortuorios que el previsor arquitecto de los Oblatos contempló para nuestro panteón patrio. La idea de que todavía nos queda por delante el ascenso y caída de más de ciento ochenta mandatarios antes de que esta patria finalmente concluya su existencia me resulta sencillamente escalofriante.

Recorremos la cripta hasta alcanzar los sarcófagos ocupados, que están todos al fondo, como si los Oblatos hubieran dispuesto que se respete estrictamente el orden de llegada, y frente a las cuatro tumbas el guía se queda callado, incluso diría que medita, pues en su aparente sencillez esta cripta nos obliga a considerar fríamente no solo el anhelo de prosperidad y larga vida que todos compartimos por esta patria, sino también su inevitable finitud, la certeza de su final. No es común que un monumento funerario nos confronte de manera tan tajante con la muerte cierta de la patria. Suele operar de otro modo, suele ser la gloria eterna sino de plano el poderío inmortal lo que este tipo de sitios evoca. Uno visita el panteón de París y no piensa en el fin irremediable de Francia –que muchos franceses hasta desean– y el mausoleo de George Washington hace pensar en cualquier cosa menos en el fin de la unión americana –por el que muchos no americanos apuestan–. Aquí, en nuestro panteón patrio, el número de cofres establece un final preciso: a la muerte del jefe de Estado número 190. Habida cuenta la longevidad probada de la estirpe, salvo contadas y penosas excepciones, la espera será larga. Pero por más larga que sea el término es perentorio. Sabios Oblatos. Implacablemente sabios.

Sin embargo, todo parece indicar que en contra de la idea de convertir a esta cripta en una especie de cuenta regresiva del Ecuador conspiran precisamente los ex-jefes de Estado que todavía viven, quienes no solo hacen gala de buena salud o en todo caso de robustez innegable, sino que al parecer se han negado abierta o disimuladamente a designar el panteón de la Basílica como su última morada. No deja de ser una pena. Pero los Oblatos no desesperan porque saben, digamos que les consta, que la voluntad de los difuntos es, por decir lo menos, vacilante. De manera que su estrategia –pues a los Oblatos interesa sobremanera ir colmando los nichos, supongo que por orgullo más que por otra cosa– se orienta a rastrear en los cementerios del país –y del extranjero, como veremos más adelante– las sepulturas de los presidentes que han caído en el olvido a fin de proponer a sus descendientes, si alguno quedare, o en su defecto a las autoridades consulares, la exhumación y el posterior traslado de sus restos al panteón. Así las cosas, bien podrían todos terminar allí.

Son cuatro los que han llegado hasta ahora, como ya quedó dicho, pero habrían podido ser cinco de no ser por la “deserción” de uno después de una corta estancia. El guía me cuenta que al comenzar los años noventa los Oblatos consiguieron trasladar al panteón nada menos que los restos del General Juan José Flores, el primero de la dinastía, dejando a la Catedral sin una de sus reliquias mayores. Al parecer aquel traslado fastidió a tal punto al Arzobispo que los venerables Oblatos no tuvieron más remedio que devolverlos. El guía dice esto con cierta desilusión y coincido con él en que el hecho fue hasta cierto punto una lástima pues, de haberse quedado, los restos del General Flores al menos habrían tenido el feliz destino de descansar bajo el mismo techo que los de su hijo, Antonio Flores Jijón, otro ex-presidente que se convirtió hace cinco años en el cuarto huésped de la cripta.

Fallecido en Suiza en el verano de 1915, Antonio Flores Jijón no solo murió en Europa cerca de sus hijas, sino que siempre anheló vivir allá. Tan es así que, según cuentan los historiadores, lo eligieron presidente en su ausencia y sin que él lo sepa mientras vivía plácidamente en París. Regresó al Ecuador para ocuparse del gobierno y tan pronto terminó su mandato tomó el primer buque y regresó. ¡Quién se lo puede reprochar! De manera que no dudo que el legendario cementerio parisino de Père-Lachaise, donde lo enterraron, era el más apropiado destino para don Antonio. Después de todo, se trata del cementerio más visitado del mundo, donde descansan, entre muchas otras celebridades Jim Morrison, Marcel Proust, Miguel Angel Asturias y Oscar Wilde, además de los mártires de la Comuna de París. En Père-Lachaise los restos de Antonio Flores Jijón permanecieron algo más de tres cuartos de siglo, hasta casi llegado el siglo XXI, cuando llegó el momento de renovar la concesión del nicho que ocupaban. ¡Vaya descuido! La familia de don Antonio, quién sabe por qué penuria pasajera, no había tenido el cuidado de adquirir a su debido tiempo la perpetuidad del nicho. Sin parientes cercanos en vida, la autoridad funeraria de París notificó al consulado del Ecuador con el término de la concesión y el costo de renovarla: nada menos que el equivalente de 7 mil dólares americanos. El consulado debía elegir entre ese digno pero oneroso gasto, o la repatriación, que salía, grosso modo, por la mitad del precio. Pobreza obliga, don Antonio volvió a la patria ecuatoriana y fue inmediatamente conducido al panteón de los Oblatos. Fue casi un castigo. De hecho, así debe leerse el decreto del presidente Gustavo Noboa Bejarano que dispuso tajantemente que todo ex-jefe de Estado sea llevado allí después de muerto “salvo deseo en contrario manifestado en vida o expresado por sus herederos”. Ni más ni menos que un albergue para los olvidados.

Antonio Flores Jijón, que gobernó Ecuador entre 1888 y 1892, descansa junto a Mariano Suárez, que gobernó catorce días en 1947, Andrés Córdova, presidente interino en 1940, y Camilo Ponce, gobernante de 1956 a 1960. Las cuatro tumbas yacen desprovistas de la menor solemnidad –Córdova ni siquiera tenía una lápida la última vez que fui– junto a los 186 nichos vacantes. En el silencio de la cripta los cuatro sarcófagos parecen decididos a esperar, con el paso de los siglos, el paulatino arribo de sus sucesores. Triste suerte la de estos pioneros. Y doblemente triste la de Flores, degradado del Père-Lachaise a este sarcófago de resina.